La mayoría que habita en cada uno de nosotros (a propósito de la posibilidad de un fraude electoral en el 26j) [EDITADO]

lo mínimo es que el sistema electoral al completo sea inspeccionable por cualquiera, y ¡que no requiera ningún acto de fe!"
    La HBO publicaba en el año 2006 un documental, filmado por sus protagonistas durante unos tres años, sobre cómo se descubrió un sistema de fraude electoral en EEUU (Hackeando la democracia). No fue nada fácil detectar y comprobar el fraude. Aunque parezca algo tan cómodo y sencillo como cotejar las actas emitidas en cada colegio electoral con el registro de los cómputos que cada máquina electoral enviaba a la Administración, lo cierto es que para destapar el chanchullo hizo falta que un grupo de mujeres llevaran a cabo una lucha prácticamente heroica contra la Administración y la sociedad norteamericana. ¿La moraleja? La moraleja de la historia no es que el bien y la verdad prevalecieran por encima del engaño. Tampoco que haya gente muy mala, o muy convencida de estar haciendo bien (que es lo mismo), capaz de engañar a toda una sociedad. La moraleja, me parece, es más bien esta: que el verdadero obstáculo a la hora de cuestionar algo en lo que confiamos, la Democracia en este caso, no es ningún impedimento técnico ni burocrático en sí mismo (que por lo demás no son pocos), sino la fe: la fe sobre la que se sustenta la técnica, la burocracia, la sociedad, las instituciones, nuestros actos y, en última instancia, nosotros mismos.

Supongo que los norteamericanos que votaban dormirían tranquilos pensando que, si hubiera un pucherazo en EEUU, se sabría. Que nadie sería tan tonto como para llevar a cabo un truco de magia ante los ojos de millones de personas. Puede incluso que pensaran "Imposible.", tal y como tantos políticos, tertulianos y periodistas han repetido durante la última semana en este país. En efecto, también en EEUU era técnicamente muy sencillo comprobar si había habido pucherazo. Tan sencillo como comprobar el funcionamiento de una maquinita de esas que usaban para votar. Llevar a cabo la comprobación, sin embargo, les supuso un periplo de tres años a ese grupo de civiles. Y una vez descubierta la trampa, aún fueron muchos los que se mantuvieron incrédulos. De entre quienes sí fueron desengañados, sin embargo, fueron también muchos (mayoría, de hecho), que prefirieron hacer como si nada. Entre esos que prefirieron hacer como si tal cosa, estaban la mayoría de los funcionarios y políticos supuestamente perjudicados por dicho fraude. Debieron pensar que ese era un hilo demasiado largo del que tirar.

Poner cualquier cosa en duda tiene un coste. Dudar al salir de casa de la previsión climática de la teletón te cuesta tener que deliberar en la puerta si coger o no el paraguas. No es un coste demasiado grande para alguien mínimamente resuelto, pero es un coste después de todo. Dudar (¡pero dudar de veras, eh!) si el tetrabrik usado que tiras al contenedor de reciclaje va a ayudar a frenar la destrucción de montes y bosques o, si por el contrario, por algún rebuscado embrollo va a acabar alimentando un aparato económico cuyo movimiento y desarrollo consiste precisamente en engullir montes y bosques (además del precioso tiempo de los que movemos el aparato), puede suponer un dilema algo más incómodo a la hora de reciclar. Dudar de que la velocidad de cualquier cosa pueda hallarse insuperablemente limitada (a la velocidad que tiene la luz, por ejemplo) implica dudar de que ahora mismo pueda un objeto gigante estar viajando a una velocidad supraluminar (y por lo tanto indetectable para ningún telescopio ni para ningún Saber) e impactar en cualquier momento contra este planetilla nuestro y destruirlo todo en mil pedazos. Y, ¿cómo contratar un plan de pensiones, cómo planificar unas vacaciones, cómo fiarse de la previsión del precio de la hipoteca, cómo sentir alguna curiosidad por el último sondeo de voto si se pone en duda que nada de esto vaya a existir en el próximo segundo? Dudar de la posibilidad (es decir, de la posibilidad sin contradicción) de que pueda nadie decidir con libertad lo que hace, no sólo suspendería toda causa jurídica, sino el aparato judicial mismo. Dudar de que la Realidad sea de verdad coherente, es decir, no contradictoria en sí misma, anularía la posibilidad de un Saber acerca de la Realidad sin contradicción. Dudar de que el Dinero esté gobernado por los seres humanos, o si pudiera más bien ser al revés, impediría creer que las personas somos libres de hacer y pensar lo que hacemos y pensamos. Dudar de que el Dinero pueda alguien usarlo para hacer algo de verdad bueno sin estar con ello participando del mantenimiento de algo malo, supondría poner en duda algunas de las ideas que tenemos de nosotros mismos. Dudar de que sepa uno lo que es bueno para sí o para los demás, impediría presentarse como candidato a unas elecciones. Y, por supuesto, dudar de lo que la inmensa mayoría no duda puede suponer un descrédito, una infravaloración o un rechazo de esa mayoría.

Me dirán las mayorías democráticas que habitan en cada uno de nosotros que si no dudamos, si damos muchas cosas por sabidas, eso es por una necesidad práctica. Me dirá esa mayoría que nos conviene hacer como si lo que no ha pasado estuviera de algún modo ya contenido en lo que sí ha pasado, a fin de que podamos comerciar de algún modo con el "porvenir". Me dirá, en fin, que nos conviene hacer como si lo que no se sabe se supiera, para no ponerlo todo patas arriba. En efecto, se trata de una “necesidad práctica” en tanto que las creencias, los supuestos, constituyen un sistema (del que dependen por cierto los intereses de cada cual en mayor o en medida) que puede verse amenazado en su totalidad con tan sólo modificar uno de sus componentes. Poner en suspenso ciertas piezas del sistema (y esto lo mismo vale para el sistema del Saber vulgar como para cualquier sistema del Saber culto o tecnificado) podría no tener prácticamente ninguna consecuencia en la totalidad, pero también podría obligar al sistema a cuestionarse casi al completo.

Pues bien, asumido que el dudar pueda llegar a suponer un coste excesivo en nuestras vidas, estamos de acuerdo en que a la duda hace falta ponerle límite para poder decidir algo (y esto precisamente porque no hay duda razonable imposible, es decir: que no habiendo fundamento último incuestionable, la duda no tiene ningún límite verdadero). El problema es que (y no hay mas que acudir al registro histórico para comprobarlo) resulta muy difícil separar cómo de razonable o plausible es una duda, del coste que pueda traer consigo hacerla efectiva. Valga pues esta formulilla de perogrullo para expresar la relación entre razonabilidad-de-la-duda/coste-del-la-duda: la fe en algo es proporcional al coste de ponerlo en duda (o, dicho del revés: la duda es inversamente proporcional al coste). Es decir, que cuanto mayores sean las consecuencias de dudar de algo, más fe se nos pide en ello. Luego, dicho más limpiamente:

la fe es proporcional al coste;
y si hay fe, no hay duda; si hay duda, no hay fe.

Volviendo a la Realidad que padecemos: leo estos días textos en medios de formación de masas muy influyentes (de derechas e izquierdas) razones de porqué es imposible (o al menos muy poco razonable) sospechar de que pueda haber fraude electoral en las últimas elecciones. Yo discrepo. Creo que no es verdad que sepamos cómo funciona el Sistema Electoral, ni que esté bajo un control razonablemente contrapesado, y creo también que hay indicios para dudar de que no haya habido fraude. No digo que haya habido fraude electoral porque no lo sé. Ahora bien, creo que en todo este asunto no hay, ni por asomo, tal grado de transparencia como para descartar la posibilidad del fraude con la firmeza que muestran los medios. La intransigencia que muestran medios y políticos me parece claramente sintomática: síntoma de que el coste de dudar de un sistema electoral se siente (con o sin conciencia de ello) demasiado amenazante para el sistema de creencias, así como para los distintos intereses, personales o de partido, que juegan con y se sirven de dicho sistema. Y en democracia, ya sabemos, la verdad es la mayoría.

Pero más allá de los indicios, hay aún mejores motivos para dudar. Porque no creo que el pueblo (eso que algunos llaman sociedad civil), es decir, los gobernados, ostentemos precisamente un exceso de poder para controlar o limitar a quien nos gobierna, y hay motivos sobrados para desconfiar (no sólo del PP, sino de cualquier gobierno. ¡Faltaría más!). No es un asunto en el que escatimar controles. Lo mínimo es que el sistema electoral al completo sea inspeccionable por cualquiera, y ¡que no requiera ningún acto de fe! Así es que, bien harían los promotores de la santa idea de la Democracia, pero también los demás, es decir, las mayorías sometidas a esa idea (incluida esa mayoría que habita en cada uno de nosotros), en alentar, contra cualquier Poder, al menos la duda metódica, si es que a tanto como a la de verdad no se atreven.

La medida de las cosas

   Nosotros nos creemos que los seres humanos somos la cosa más especial, importante e interesante que hay. Que no hay ningún diminuto rincón de este planeta, ni lejana galaxia más allá de los confines del Universo Conocido en la que pueda haber alguna cosa, o estar pasando algo ni remotamente tan complejo y extraordinario como el mundo humano. Luego, de vez en cuando aparece alguno que se para a observar alguna cosa de este mundo, cualquiera, y cuanto más la observa y más la interroga, más fascinante y sofisticada le parece, hasta el punto de entrarle dudas sobre su propia importancia. En cualquier caso, la duda no suele tener tiempo de durar mucho, porque todos en el mundo estamos muy ocupados echando gasolina a los coches, haciendo la Declaración de la Renta por Internet, o teniendo que madrugar.

Un astro muy lejano, gigante y ardiente podría estar recorriendo en este mismo momento una distancia astronómica inimaginable; y podría estar haciéndolo a una velocidad tan rápida que ninguna ciencia de las actuales ni de las que están por venir fueran capaces de predecir su inminente colisión con este planetilla nuestro. La violencia del impacto fragmentaría todo cuanto haya sido apenas rozado por un ser humano en infinitésimos pedazos en menos de un segundo de nuestros relojes. Por más que no lo hayas pensado nunca, eso podría pasar en este mismo instante. Es perfectamente posible. Ninguna ciencia nos salvaría de eso. Tú y yo creemos que, si algo así pudiera estar a punto de suceder, alguna ciencia lo sabría. Pero te equivocas tanto como yo, y seguro que lo sabes. Si no te crees que algo así pudiera estar a punto de suceder sin que ningún observatorio, ningún artilugio carísimo ni ninguna compleja teoría de alguna eminencia científica fuera capaz de preverlo, eso es porque creemos que no puede haber nada más rápido que lo que los ojos de los humanos y sus máquinas son capaces de detectar. Pero nada impide que lo haya. Es la medida humana la que nos hace creer.

Al pobre Protágoras lo han ridiculizado y afeado mucho desde la Filosofía y la Ciencia. "El padre del Subjetivismo", le han apodado durante siglos. Ese que dijo que las cosas estaban hechas según la medida de los hombres. Yo no sé cómo de las pocas palabras que de Protágoras nos han llegado se ha podido entender eso de que todas las cosas son como a mí me parece que son. Nadie puede saber qué es lo que dijo exactamente, pero no me extrañaría que más bien se estuviera riendo de la estupidez humana. Porque a mi me da que ese tipo debió pararse a pensar sobre las cosas, y ¿qué mejor cosa podría hacer uno que se ha parado a pensar sobre las cosas, más que reírse de la idiotez de la medida humana?

Contra el reciclaje

¿cómo va a ser malo lo que nos da de comer a nosotros y a nuestros hijos?"

Vaya por delante que, cualquiera que sea la jerga que utilice la Administración para dirigirse a nosotros, por muy prestigiosos o incluso hermosos que sean los términos con que nos hable, es sensato desconfiar.

Usted como yo sabe muy bien, por más que personalmente no nos interese saberlo en ocasiones (y así que lo olvidemos), que la Administración, que cualquier Administración, sea del partido político que sea (habidos o por haber), no tiene mayor razón de ser que el dinero, es decir: la administración del dinero. Y que nos guste o no cómo hace las cosas la Administración, eso no afecta en nada a su razón de ser. No importa de qué se trate: la educación, la sanidad, las ayudas sociales, las obras públicas, las carreteras, los acueductos, la policía, las leyes y cualquier otra cosa que se les ocurra, si se hacen desde arriba, desde la atalaya de la Administración, son parte de una contabilidad, y como cualquier contabilidad, su fin es obtener rédito de lo que se hace, es decir, compensación. Que después ese rédito sea en beneficio de unos o de otros, de muchos o de pocos, no cambia en nada el que la finalidad siga siendo el rédito, y que, por lo tanto, todo aquello que no sea rentable de uno u otro modo, es enemigo por definición de cualquier Administración.

“Pero hay algunas señoras (y señores) en la política que son buenas”, se dirá alguno al leer esto. “Se puede también guardar un poco de dinero de los ricos para hacer cosas buenas para los pobres, aunque no sean rentables” se dirá otro. Y razón no les falta, aunque cuando se dicen esas cosas ignoramos que mientras el rédito esté por delante, mientras sea el dinero la razón que gobierne nuestras vidas, se harán algunas cosas buenas, sí, de refilón, pero sobre todo se harán muchas cosas malas. Pero es que además, esas cosas que a veces nos decimos, suponen que son los seres humanos los que administran el dinero, que son los partidos de uno u otro color los que doman al golem liberado, y no que sea el dinero mismo quien los administra a ellos, quien los gobierna y los maneja más o menos a su capricho. Y la cosa, honestamente mirada, no está nada clara. Así que, como digo, es sensato desconfiar.

A partir de aquí tratará la Administración de convencernos sin descanso (y si nuestra cartera no está muy vacía quizá hasta nos dejemos convencer), por radios, televisiones y periódicos de toda clase de que puede hacerse algo que sea bueno, que sea bueno de verdad (es decir, bueno para cualquiera y no sólo bueno a veces y para algunos) y que además sea rentable. Cómo no, ¡si de eso vive ella! Pero ante esto quizá se acuerden algunos de aquello que decía el cristo en el sermón de la montaña, y si no, merece la pena hacerlo: “No se puede servir a dos amos; porque o aborrecerá a uno y amará al otro, o se apegará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero”.

Y llegamos entonces al asunto del reciclaje. ¿Quién quiere el contenedor amarillo, el verde y el azul? ¿A quién (le) sirven los envases y los residuos, los camiones de recogida, el gasoil de las máquinas, las plantas de reciclaje, los concejales del medio ambiente? ¿A los ríos? ¿A las montañas? ¿A los bichos silvestres? ¿A nuestros hijos? ¿A nosotros mismos? No respondan aún. Antes, déjenme hacerles notar algunas cosas: es posible (aunque muy poco realista, dada la Realidad que padecemos) vivir muy bien sin generar ninguna basura, pero ¿se han fijado en que los supermercados dispensan “alimentos” envasados en toda clase de plásticos totalmente inútiles? ¿Se han fijado en que es más barato (es decir, más rentable) un pimiento traído de África que el del señor que cultiva una hectárea a 30 km de su casa? ¿Se han fijado en que esto de los basureros es una cosa muy moderna? ¿En que en menos de 100 años hemos olvidado todo tipo de conocimientos prácticos milenarios sobre los materiales y a ninguno nos alarme demasiado mientras haya presupuesto para la Ciencia y doctores tenga la iglesia? ¿Se han fijado en que todos los cacharros indispensables que producimos, al tirarlos al contenedor, generamos puestos de trabajo, y si los reutilizamos como se ha hecho durante millones de años con todo tipo de cosas y de un sin fin de maneras, destruimos empleo? Y en fin: ¿se han fijado en que para que la economía vaya bien, para que haya dinero circulando, para que haya trabajo, para que las carteras se llenen y la carreteras también, para que los partidos políticos ganen elecciones, hace falta producir y consumir con indistinción de qué consideremos útil y qué no? Claro que se han fijado. Y entonces, díganme: ¿alguna Administración ha propuesto poner la producción de bienes al servicio de lo que la gente discuta y decida que necesita, han “promovido” o enseñado a reutilizar cosas, han implorado dejar de generar basura, han maldecido el trabajo? Claro que no. Y tampoco habrá nunca ninguna que lo haga (¡ya basta de cuentos!), por el sencillo motivo de que ninguna mayoría democrática apoyará jamás destruir su propia forma de vida, que es el Dinero. Se producen trastos y después se buscan consumidores. O se producen los consumidores mismos. Y si no se encuentran, nos quedamos sin trabajo y sin calderilla para comprar caprichos o incluso pan. Así pues, ya lo habrán adivinado: el dinero necesita a la basura. Cuanta más basura mejor para el dinero, y por la misma, cuanta menos basura, peor para el dinero.

Y ahora las propuestas en positivo: reconozcamos, por los ríos, por los bosques y las montañas y también por nosotros mismos, que a ninguno de nosotros (y desde luego no a ninguna mayoría democrática ni a sus Administraciones) nos importa el "medio ambiente" más que nuestra cartera. Es la Realidad: no porque seamos muy malos, sino porque el dinero es nuestro señor y amo. Y no nos atrevemos o no sabemos rebelarnos contra él, y así que cada día necesitemos convencernos un poquito (hoy es con los contenedores de colores, mañana quién sabe) de que es un amo bueno. Porque ¿cómo va a ser malo lo que nos da de comer a nosotros y a nuestros hijos?

Contra la educación escolar

en una educación al servicio del Estado... sólo pueden formularse aquellas preguntas para las que ya hay una respuesta preconcebida".
 No podrá recibirse jamás una buena educación en ninguna escuela estatal por el sencillo motivo de que la Escuela al servicio del Estado (sea pública o privada su financiación) tiene su razón de ser en el mantenimiento de la ideología dominante (para las que no sólo están las doctrinas económicas, históricas o políticas, sino también las físicas), lo que implica, por un lado, tener que ocultar las contradicciones o elementos más problemáticos de que depende la justificación de tal ideología (lo que se consigue imponiendo prestigio a ciertos términos, es decir, sacralizando ciertos conceptos) y, por el otro, tener que dar por sabidas (y como tal, por incuestionables) cuáles son los problemas y cuáles las soluciones del régimen que sobre tal ideología se funda. En definitiva: en una educación al servicio del Estado no puede permitirse preguntar de verdad, es decir, sinceramente, ni por las cuestiones políticas o comunes, ni tampoco por las cuestiones físicas, económicas, históricas, ni por ninguna otra en la que la ideología dominante guarde algún interés. En su defecto, sólo pueden formularse aquellas preguntas para las que ya hay una respuesta preconcebida. Es, en esencia, lo que estrictamente significa una educación escolar o escolástica: a saber, educación servil.

La educación escolar o doctrinal es, pues, la mala educación: se trata de una perversión o decadencia de la buena educación (y si es que a estas alturas aún cabe guardarle algún buen sentido a la palabra 'educación', de lo que no estoy nada convencido). Dicha decadencia se puede desglosar en dos: por un lado está la asimilación (dentro de lo mandado, se entiende) de los descubrimientos o revelaciones más o menos desmandados o contradictorios con la ideología dominante, para lo que hace falta transformar las preguntas sinceras e imprevistas en preguntas retóricas, es decir, preguntas con respuesta preconcebida, y como tal, sin ninguna capacidad de cuestionar la coherencia de la Realidad. Por otro lado, la atrofia del razonamiento mismo, que, siendo como él es interminable, y por lo mismo, siempre capaz de contradecir cualquier mandato o idea, en la educación escolar sin embargo se sustituye por el aprendizaje de (es decir, por la interiorización y el sometimiento a) una doctrina, que no es sino un conjunto más o menos organizado y coherente de argumentos y razones seleccionados de entre los infinitos (y contradictorios) que la razón produce. Pero sin oportunidad de cuestionarlos. Es decir, que el razonamiento o cuestionamiento de esas razones o argumentos queda necesariamente fuera de todo programa escolar por cuestiones de tiempo (tan grande es la doctrina), y en todo caso reservada para lo que a cada cuál le quede de tiempo libre una vez cumplido con su deber (que suele ser ninguno, gracias a los otros deberes escolares, que son los que se encargan de asegurar que al niño o no tan niño no le dé por hacer nada imprevisto).

Esta decadencia, por cierto, tiene su más consumada realización en la examinación escolar: si con el examen lo que se trata es de comparar si lo que cada alumno dice se ajusta a lo que tenía que decir, es evidente que debe establecerse previamente un convenio (una doctrina) de qué es lo que se tenía que decir. Y eso, con indiferencia de las muchas y bien justificadas controversias que fuera de la Escuela pueda haber (y siempre las hay) sobre la cuestión que en cada caso se examina. Esto, por no decir que el examen tiene su entera y única justificación en los intereses dinerarios, eufemísticamente llamados “del mercado laboral”, como ya contaba en una entrada anterior (¡El nihilismo está en nuestras escuelas!). Una buena educación, por el contrario, no puede ser sino aquella que introduce niño en dichas controversias, a fin de que participe del movimiento de la razón. La buena educación, pues, como se entenderá, carece de propósito positivo.

Cuando la educación no ha decaído en su forma escolar es, todavía, un ejercicio, como dirían los antiguos griegos, de hombres libres: es decir, de aquellos que, por un lado, están libres de tener que trabajar para vivir (luego no son esclavos) o que lo están lo suficientemente al menos, y por otro, de aquellos que no tienen la obligación de educarse con otros fines (como el logro de un puesto de trabajo o cargo político institucional alguno), sino solamente por el asombro, el amor, la admiración y/o el respeto a la cuestión misma que se estudia. La decadencia educativa en su forma escolar sin embargo, si bien lo han padecido como decaimiento muchas tradiciones, parece ser que es en el medievo que comienza a conformarse como modelo educativo. Diseñado por el aparato eclesiástico, probablemente estubiera destinado a prevenir a los estudiantes de la lectura, es decir, de la discusión directa y sincera con los textos en los que se basaba su doctrina (el corpus aristotélico principalmente), no fuera a ser que se cuestionara el orden sobre esos textos instituido, es decir, que fuera interrogado por su fundamento, como sucede cada vez que a la razón se la deja desmandada. Sin duda, no hace falta decirlo, si este decaimiento de la educación es el que los Estados han tomado por modelo de Educación, eso es porque, ya desde la época de los viejos teólogos, ha demostrado, primero, ser fácilmente exportable, y segundo, ser eficaz como ningún otro modelo para los intereses de la ideología dominante.

Es pues evidente, al menos para cualquiera que esté dispuesto a desengañarse, que la educación escolar, la misma que en la Ilustración se nos dijo que nos haría libres, es un instrumento cuyo primer y último propósito es instruir obediencia.
Luego, cada vez que se nos dice que hay algún problema con la Educación, es sensato desconfiar. La Educación ha demostrado sobradamente funcionar muy bien para los intereses del Dinero. Otra cosa es que el Dinero siempre quiera progresar un poquito más.

La Ciencia es la Policía de la razón

 ... la verdadera y pertinente discusión no es si la Educación debe ser pública o privada (¡qué aburrimiento de discusión!) sino si la Educación debe ser estatal o popular, es decir, si debe ser estatal (sometida a su aparato y control) o no. Esa es la discusión que ninguno veremos en televisión ...".

     La Ciencia es la Policía de la razón. Del razonamiento. Es decir: que el Saber científico se encarga de vigilar y reprimir (a través de cada uno de nosotros) las conversaciones más o menos curiosas y desprevenidas que puedan surgir sobre ciertos temas. Y donde hay policía, la hay porque hay interés privado que defender. Así que, la pregunta es: ¿qué interés custodia el Saber científico? Respuesta: la Ciencia es la forma actual y progresada de represión del razonamiento. Es la forma progresada que ha encontrado el Poder de seguir reprimiendo los peligros del razonamiento. Y ¿cuáles son esos peligros? Respuesta: el descubrimiento de que no es verdad lo que se sabe. El descubrimiento de que las contradicciones siguen siempre igual de vivas y latentes por ahí abajo, en las profundidades de la Ciencia. El descubrimiento de que no se puede saber de verdad qué es la realidad desde dentro de ella. Y en fin: el descubrimiento de que los saberes son convenciones útiles, y que, como tal, siempre es pertinente preguntarse a quién o qué interés sirven.

Obedecer compensa


    Obedecer lo que está mandado compensa. Lo normal es que si uno es aplicado, aplicado a lo que está previsto que haga, le lleguen recompensas. Un ascenso, una buena nota en su currículo, un sobrecito por Navidad, unas vacaciones bien merecidas, una mención honorífica... Y sobre todo: ¡las futuras! Las recompensas futuras, esas son las buenas de verdad: las otras no son más que su anticipo.

"Dios recompensa a los obedientes", dicen los antiguos que se decía antaño (yo ni lo recuerdo). Hoy, como Dios se tuvo que transformar en Dinero para poder seguir mandando (porque, ¿no está hoy de moda ser ateo?) lo mandado y previsto es no entorpecer en nada el movimiento y multiplicación del Dinero, y más bien colaborar con él tanto como se pueda, y eso por la cuenta que le trae a uno. Porque, ¿quién me negará que "hace falta Dinero para vivir"; o que "el Dinero no da la felicidad pero ayuda"; o que "mejor tener Dinero que no tenerlo"; o al menos que "con un poco de Dinerito se vive mejor"? Yo mismo me lo digo todos los días.

'Insensato' es como llamaban los viejos teólogos al que se resistía a creer en Dios: no le llamaban 'ateo', ni 'incrédulo', sino 'insensato', porque Dios era una cuestión de sensatez, de evidencia, de realidad. Ahora, ateos hay muchos (casi todos) pero ¿cuántos de esos ateos van por ahí proclamando que lo que me beneficia a mi en detrimento de otro no puede de verdad ser bueno? Y ¿cuántos que el Dinero es un engaño, que no es necesario, que es un invento y que él todo lo que puede es hacerte más y más esclavo de él? Y dime: ¿cuántos de esos niegan que el Futuro sea verdad? Y en fin: ¿a cuántos se escucha decir que el Dinero debe ser destruido? No: eso es poco realista. O lo que es peor: un sin Dios, ¡el caos! (ese con el que nos amenazamos todos los días) Además, esos son asuntos muy elevados y para eso ya tiene doctores la Ciencia (la económica, claro). Y políticos la Unión Europea. El Dinero manda desde lo alto y punto. Es lo que hay. Es decir: que no hay más que eso. La cuestión es en todo caso repartirlo bien, repartirlo justamente (¡como si se pudiera hacer tal cosa!). Y si no se consigue repartirlo bien porque eso era tanto como acabar con el Dinero y eso no es realista, ni sensato, ni comprensible, pues por lo menos que me caiga un poquito a mi, ¿no? 

Y oyes: si decido libremente portarme bien y con mi trabajo y esfuerzo le hago ganar un poco de prestigio a alguien (o de Dinerito, que es lo mismo) ¿porqué me iba a parecer mal ser recompensado? Y ¿porqué entonces no iba a hacer las cosas que recompensan cuando no hay nada de malo en ello y además es perfectamente legal? ¿Porqué no iba a hacer todo lo que hago con el objetivo de aumentar mi caché salarial, mi reputación, o mi prestigio? Corrupción será en todo caso la de quienes anteponen su interés a la de los demás en contra de la Ley, pero, ¿yo: que hago por convencimiento lo que me recomiendan, que hablo con propiedad, que vivo según costumbre, que aprendo en el colegio lo que me dicen, que visto a la moda, que consumo cultura, que tengo los papeles en regla, que tengo la misma opinión que la de quien me paga? ¡Cómo iba a ser eso lo mismo que la corrupción! 

Y oyes también: si yo me porto bien y hago las cosas como Dios manda (que lo de 'Dios' es un decir), si madrugo muy a mi pesar, y si me saco una carrera universitaria a base de esfuerzo, y si hablo con propiedad y estoy al tanto de las novedades de la Realísima Academia, y si reciclo en el contenedor verde y el amarillo, y si pago mis deudas religiosamente, y si muevo Roma con Santiago para lograr un trabajo en el extranjero, y si accedo a empezar con un salario pequeñito y aspiro a tener mi propia empresita algún día, y si después también me caso y tengo un hijo ¿porqué no ibas a poder tú también hacer lo mismo? ¿Porqué no ibas a querer? ¿Es que no es lo suficientemente bueno para cualquiera? ¿Es que no es lo suficientemente correcto? Y si resulta que en un momento de debilidad nos entrara la duda de que eso fuera bueno... ¿es que te has creído que yo lo hago porque me gusta? Yo, las cosas las hago porque me compensa hacerlas, y si no me compensa, las hago aunque no me guste porque es lo que hay. Y si es lo que hay, pues ya de paso intento que me compense.

Lo extraño entonces es: ¿porqué hay gente que a veces cumple menos, que obedece peor? ¿porqué hay gente a la que a veces le cuesta tanto hacer todas esas cosas que hacemos la mayoría y que además las hacemos porque nos compensan o si no porque son inevitables? ¿Porqué a mí mismo me cuesta tanto a veces cumplir con lo que me compensa y además es inevitable? ¿Porqué a veces unos hacen cosas que no les compensan personalmente nada, que son una pérdida de tiempo (es decir, de Dinero), que son tan poco realistas? ¿Es que no se dan cuenta, no me doy cuenta, de que evidentemente obedecer compensa más?

Contra el Futuro


          Abro la puerta del garaje y salgo a mear. Llamamos garaje a una caseta de ladrillos sin repellar y tejado de uralita de unos 30 metros cuadrados en la que he instalado todos mis bártulos. Es de noche y según cruzas el umbral de luz de la puerta del garaje la oscuridad es casi total. Parece una tontería decirlo, pero fuera de las ciudades y de los pueblos, uno puede abrir la puerta de casa y mear en el suelo. No hay policía, y no hay vecinos a los que molestar. Y no voy a estropear ni a manchar la tierra. Cuando meo veo estrellas. Pero no las contemplo ni nada de eso, que tengo cosas que hacer.

Dentro del garaje otra vez y en mi escritorio vuelvo a sorprenderme de que en este lapso tan breve de tiempo se haya reproducido el polvo. Es como un tacto terroso que se extiende por todas las superficies y que no se puede limpiar. Traspasa incluso las mantas que he puesto para proteger los instrumenos musicales. Y hace frío. Otra cosa de estas es que me he dado cuenta de que puedo escupir tranquilamente en el suelo del garaje, es decir, mi estudio. Sí, ya sé que es difícil de imaginar, pero juro que desde aquí no lo verías del mismo modo. El suelo es hormigón pelao, con esa clase de polvo finísimo que se acumula en los suelos de los talleres. Quiero decir que da igual escupir, que no quedan marcas. Pero sí, puede ser difícil entenderme cuando digo que escupir en el suelo de mi garaje-estudio no es guarro.

Al poco comienza a ladrar mi perro en la casa,  que está contigua al garaje, y le tengo que chistar un par de veces a través de las paredes para que pare. Se calla pero empiezan a ladrar los otros dos perrillos que duermen en el porche todas las noches. Según quién sea el que escuche, se podría decir que ladran como si estuvieran dentro de casa. Es que la casa venía con dos perros que vivían ya en la finca. El macho, Coco, se parece a un pastor vasco, o catalán, de esos un poco peludos, de color canela; que tienen que levantar un poco el hocico para mirar a través del flequillo. La otra, la perrilla, es una perra que debió vagar por vete a saber dónde hasta que se instaló aquí. No se sabe si por la compañía de Coco, del que se separa muy pocas veces, o porque aquí se le tiraba de comer regularmente. La perrilla es tuerta y delgaducha, y ha costado ganarse su confianza. Ha pasado varias noches acosada por perros que la intentaban montar; o se dejaba y la montaban, yo no sé. El caso es que se liaban unos aullidos pardos de madrugada.

Mi primer impulso fue adoptarla, pero me he ido dando cuenta de que eso de adoptarla quizá era algo vanidoso por mi parte. Quiero decir que me lo he estado preguntando y no tengo claro qué cosa especialmente buena pueda darle yo para salvarla. Salvarla de qué. Le puedo curar heridas, quitar garrapatas, darle algún cariño y algo de conversación; le podría llevar alguna vez al veterinario si fuera necesario, le podría hacer una cama seca. Pero, ¿y qué? Mi perra, Creta, ha llevado una vida de comodidades; unos 10 años de comodidades. Aunque no ha estado nunca consentida. Tampoco la he sacado de paseo todo lo que me hubiera gustado (tengo que decirlo), pero creo que se admitirá que ha sido una perra bien atendida. Y sin embargo no creo que se pueda decir honestamente que la vida de mi perra Creta haya sido hasta la fecha mejor que la de ese pobre bicho sin Historia. Además, si alguna vez volviera a vivir en un apartamento no podría llevármela y separarla de Coco. Y Coco y ella serían demasiada adopción. Aunque probablemente no vuelva nunca a un apartamento y me los pueda quedar a los dos. En fin: me ha tenido el asunto en una indecisión algo desagradable hasta que me he dicho que ya se verá: que no venga yo a intentar joderla también trayéndole un Futuro de proyectos y pensiones.

Hoy precisamente le decía a Ada que a la gente debería resultarnos por lo menos sospechoso que el Futuro sólo lo nombren los partidos políticos, los bancos, las cajas de ahorros y algunos padres coñazo (que yo no he tenido la desgracia de padecer, sea dicho). Y las novias, dice Ada. Sí, y las novias, le respondo. Me encanta esta chica.

Contra las comodidades

                   Me he ido a vivir al campo. Cerca de la alpujarra granadina. Me decidí a irme de Madrid y venir aquí para evitarme los trabajos basura a que la ciudad me estaba empujando. Y para poder así hacer cosas; estudiar sobre todo. Llevo una semana y creo que aquí se está muy bien. Hoy hay bruma y el porche está iluminado por la luna llena. También refleja la nieve de la montaña que está tras la casa. El "pico del caballo". De vez en cuando se escuchan bichos que no conozco. También es una muy buena sensación el que no haya humanos al alcance de la vista. Ni farolas. Ni policía. Y que por las noches fuera de la casa esté oscuro. Los candados oxidados, las vallas con espino, la mala yerba y los yerbajos... Da lo mismo cuantas veces te laves las manos, que siempre están polvorientas y secas. A unos 50 metros sobre mi casa hay un estanque que se llena de agua del deshielo, que cae durante todo el año. Ayer aprendí a usar el sistema de compuertas que abren y cierran las acequias cavadas por toda la finca y que sirven para regar los árboles y el huerto. En otros sitios lo llaman riego "por inundación". Hay que ponerse botas de goma. Después, con una azada se va moviendo el barrizal en los "cruces", conforme se quiera conducir más o menos agua en una dirección u otra. Cansa bastante. No es un sistema muy cómodo, aunque se lleva usando desde más de lo que nadie recuerde. Creo que es un sistema que implantaron los árabes. En general yo diría que por aquí no dan tanto valor a las comodidades. Desde luego no las buscan ni de lejos a como yo estoy acostumbrado en la ciudad. En parte diría que aprecian más el trato con algunas cosas del campo que la comodidad de evitárselas. He estado pensando sobre eso: sobre la importancia que han tenido siempre en mi vida las comodidades (y en conclusión, mi hipótesis sería esta: que las comodidades las buscan, las buscamos, especialmente aquellos que tenemos la vida llena de actividades que nos parecen insulsas). Damián viene todas las tardes y me enseña a hacer algo. Es un hombre muy amable. Nunca se ríe de mi ignorancia o de mi torpeza. Tampoco se jacta de sus conocimientos. Me va contando las cosas con paciencia y cuando usa alguna palabra que no conozco me la explica con mucha claridad. A veces me da explicaciones de palabras que conozco perfectamente sin que yo se las pida, pero es que él no tiene manera de saber cuales me son familiares y cuales no. Él camina de un lado a otro por la finca y yo le sigo. Cuando se detiene a hablarme es muy pausado. Pero me he dado cuenta de que los aldeanos de por aquí son así. Yo estoy acostumbrado a zanjar las conversaciones mucho más rápido, y a veces me impaciento. Si Damián se encuentra con un aldeano que está trabajando en alguno de los campos de al lado, la conversación dura un rato, y cada uno se toma su tiempo para responder a lo del otro, por muy cotidiano que sea el asunto. A veces dice en voz alta algún pensamiento. Otras veces, cuando me habla, me doy cuenta de que me presta mucha atención. Claramente sabe que somos diferentes. Aunque nunca me pregunte nada sobre mi. Damián es un poco borracho (el día que le conocí vino a buscarme en su camioneta haciendo eses), es flaco y algo engarbado. Tiene cincuenta y pico años, pero a veces me parece un niño. "Yo ya estoy viejo", me dice a veces; y me mira de reojo a ver cómo reacciono. Creo que se pregunta si le veo viejo. En fin, lo dicho, que me gusta esto.

Observaciones sobre el amor, la pareja, el matrimonio y la prostitución

Que, entre las relaciones de pareja y las relaciones -como se suele decir- libres, no hay ninguna diferencia sustancial, en lo que al intento de librarse los sexos del juego de dominación que en el sexo y el amor juega, ni en lo que a la cura de las desgracias y sufrimientos que por ellos se acostumbra a padecer.

Que las relaciones llamadas libres son ya relaciones de pareja, por cuanto no pueden menos de entrar a relacionarse con el amor y el sexo en los mismos términos.

Que ni la relación de pareja, ni las relaciones llamadas libres parecen ser instituciones especialmente eficaces contra los sufrimientos y la ruina del amor y el sexo.

Que no hay necesidad de que las relaciones sexuales o amorosas tengan que confirmar ninguna teoría o previsión derivada de la observación de otras relaciones.

Que lo que se vive, se vive siempre por primera vez.

Que nadie sabe ni puede saber de verdad cómo han de ser las relaciones amorosas o sexuales.

Que el amor es un negocio ruinoso la mayor parte de las veces, por las muchas penas y energías que cuestan unas pocas alegrías, y que sin embargo no por ello se resiste uno a entrar en tal embrollo.

Que lo que se quiere de una, ya se quiera de una o de muchas, no afecta en nada a la naturaleza de ese querer, por lo demás, insatisfecho en alto grado, como lo demuestra el que ese querer no alcance nunca término verdadero, renovándose como suele una y otra vez.

Que no hay en muchas lo que no hay en ninguna.

¡Maldita sea la Realidad!

       He sentido con especial pesadez estos días, en esta casa de verano a la que vengo desde niño, que el Futuro cumple una función esencial para el Orden, y que no es otra sino la de acabar con las posibilidades sin fin; pero que esto ha de tomarse en serio y no subestimarlo, porque nuestra vida está «realmente» (por más que no verdaderamente) coartada en sus posibilidades. 

Vengo pensando en ello estos días al ver a estos muchachos jugando en el rellano, viéndome a mí mismo hace años, y preguntándome qué tienen ellos que no tenga yo, y porqué mi vida me parece más triste que la suya en muchos aspectos, que más bien se diría alegre y despreocupada. Y, quitado el asunto ese de la  Escuela, por el que por cierto les compadezco con amargura (y es que, nunca insistiré lo suficiente en la alegría de haberme librado de tal engendro) de lo que me he dado cuenta es de que no es tanto lo que tienen, sino lo que no: no tienen Futuro. Viven una vida de posibilidades sin fin, y nadie podrá convencerlos de lo contrario; que, por más que se lo repitan, ningún niño se cree eso de que se vaya a morir, ni de que llegará algún día el Futuro ese para el que, dicen, han de prepararse tan esforzadamente: sencillamente les es inconcebible. Yo en cambio, más en la Realidad y menos en la verdad (pues he sufrido durante unos cuantos años más que esos críos la Educación y la Cultura), sentiré que no es verdad que mis posibilidades sean finitas (ni mías), pero... ¡ay amigo!: quien se librara de la sensación de que ya he apostado mucho en este juego, de que hay envites sin vuelta atrás, de que he decidido demasiado o mucho al menos, y de que, sabiendo que moriré algún día (o mas bien: creyendo saber qué era eso de morirse), y que hay cosas que tienen su plazo, sus límites, hay también mucho que ya he perdido irremediablemente, mucho que ya no podrá ser. ¡Maldigo! 

Y esa tristeza, esa pesadez que temo habrán de sufrir también esos niños algún día, cuando se topen de pronto con la idea de su propia vida, esa solo se puede tener cuando se tiene Futuro. Cuando se tiene Fin. Sin él, sospecho que la vida aún se vive sin saberse nada de que se vive (que sólo así se vive), y entonces también sin ideas de lo que se puede y de lo que no se puede hacer en vida. ¡Al diablo con ellas! Y sin embargo, ¡ay!, la Realidad se impone con dureza, y esas ideas, esos límites y ese Futuro no son meras entelequias que me fabrique yo en mi cogote, esas son mas bien la Ley que hiere a fuego en la gente, desde algún lugar tan alto, tan poderoso... 

"¡Comed y bebed de mí!"

- ¿Qué han comido estos soldados nuestros para hacerse tan fuertes, tan decididos?
- Comen Ideas, mi Coronel. El Estado y su patria las dispensan por doquier a través de las radios y televisores, de libritos y articulillos de toda guisa.
- Ah, ya: "Ideas", como esa de 'España', de 'Estado', de 'Democracia', o de 'Justicia' y tantas otras semejantes, ¿no es eso?
- Eso mismo, Coronel. Y de 'Ciencia' y 'Verdad', y de 'Dinero' y 'Educación' y 'Trabajo' y 'Guerra', y de todas esas cosas que tanto se preocupa el Estado de que no puedan saberse, de que no se las pregunte qué son.
- ¡Pero bueno! ¿que locuras dices? ¡Que yo he leído a Maquiavelo, a Spinoza, a Rousseau, y hasta he cavado esa trinchera en la que mis valientes se guarecen con mis propias manos! ¿te crees que no sé yo qué es la Democracia o el Trabajo?
- Ay Coronel mio, ¡qué le vamos a hacer! Pero no se me enfade: que sin duda es usted también un buen soldado.
- ¿Qué me dice usted, descarado?
- Pues que como buen soldado que es, obediente a la instrucción, y por cierto muy bien alimentado, cree saber: y es que lo que está mandado es que crea, que crea que sabe lo que son, y para ello es que se las ponen de desayuno-comida-merienda-y-cena ¿o es que usted no las viene escuchando dispensar de boca en boca?
- Sí, eso sí...
- Pues eso: pero como se me deje usted un poco y le entre la duda y deje de creer por un momento y se le ocurra preguntarse qué eran... ¡verá cómo tirando se nos deshace rápido la madeja!
- ¿Y entonces?
- ¿Entonces? Entonces nada: que se acabó la Guerra.
- Ah, bueno, ya vendrán otras.
- ¿Otras? ¡Pero es que todas eran la misma!
- Pero bueno: y si al final resultase que indagando se nos descubrieran todas esas Ideas falsas...
- ...por contradictorias.
- Eso. ...y que no se sabía lo que eran...
- ...por imposibles.
- Sea. Entonces: ¿cómo me explicas que las haya y que se las vea tan saludables y vigorosas?
- Sin duda por lo bien alimentadas que están.
- ¡Ah! ¿Que esas también comen?
- También.
- A ver ¿y qué clase de bicho pueden comer cosas como el Estado o el Trabajo?
- Tú, buen conocedor de las narraciones de la Historia y de sus heroicos y fundacionales sacrificios, bien lo sabes: comen soldados, mi Coronel. 

¡Las vacaciones son un invento!

No habría pues días de inútil Trabajo si no hubiera días de vacaciones, ni días de vacaciones si no hubiera días de inútil Trabajo: los días, sin Dinero, son de trabajo y de vacaciones indistintamente: cualquier día es para hacer cosas de verdad"

Cuando era niño me encantaban las vacaciones. Las vacaciones eran tiempo para inventar juegos, hacer amigos, explorar territorios, trasnochar, conversar sin hora, y en fin, quién sabe. Las vacaciones eran pues tiempo de posibilidades desconocidas. Claro que, a decir verdad,  en medio de ellas habitaba un desagradable parásito, un polizonte que llamábamos 'deberes' y que le servían a uno para recordarle, no fuera a encabritarse demasiado, que ni las vacaciones eran un sin Dios, ni sus días dejaban de estar contados.

Había así pues un tiempo diferenciado del de las vacaciones: tiempo escolar o de colegio, que era también el tiempo del Deber: tiempo para aprender y cumplir obligaciones, para adquirir y cumplir deberes, para examinarse, y en fin: tiempo para saber.

Del primer tiempo se precavía de vez en cuando el segundo llamándolo tiempo hacedor de vagos, de perezosos y de holgazanes, aunque lo cierto es que yo no recuerdo a un sólo niño holgazanear en vacaciones. Sí que recuerdo holgazanería y pereza, sin embargo, en el tiempo del Deber, a la hora de las tareas escolares, en la Escuela y en sus exámenes. Así que, pronto se me descubrió que la holgazanería era cosa del Deber, que se debía a ella y que era contra ella; y no hay mayor prueba de ello que a ninguna otra cosa llamaran holgazanería sino al abandono de los deberes: 'holgazanes', 'vagos' o 'perezosos', sólo puede haberlos, pues, allí donde hay deberes que se incumplen.

Una vez acabado el periodo escolar lo obsequiaban a uno con un certificado que, ahorrándonos una cuanta palabrería, lo que dice es que uno está preparado para asumir personalmente sus deberes, esto es, sin intermediarios, o mejor, sin mayor intermediación que la de uno mismo, lo que significa también que ya puede trabajar y que ya puede buscarse un trabajo, o lo que es igual, que ya tiene sobradamente sabido que tiene el deber de buscarse un trabajo si no quiere ser un holgazán. Coincide este momento, que no es casualidad, con el de la Mayoría de Edad, que tampoco por casualidad implica el nacimiento de la responsabilidad o personalidad jurídica (abreviadamente: su Personalidad); asunción de que la Persona es un individuo responsable jurídicamente, y como tal: consciente, sabedor y responsable de lo que hace; y así que, como ya sabe lo que quiere, entre otras cosas, ya puede votar (o ser juzgado por un tribunal), pues sus actos han quedado jurídicamente reconocidos, o lo que es igual: que, sepa o no sepa lo que hace, la Ley ha convenido que lo sabe, y punto en boca.

Así pues, ahora uno ya sabe lo que quiere: lo que quiere es trabajar. ¿Cómo no? Si no trabaja, no gana Dinero, y si no gana Dinero, no come, y puesto que comer es cosa buena y además indispensable, pues uno sabe que su deber es trabajar y que además es cosa buena cumplir con su deber. Luego, en lo que respecta al Dinero, quiere lo que debe y debe lo que quiere.

De modo que, según tal principio, no importará que construya puentes, que corra maratones o escriba libros, así como tampoco importará que enseñe matemáticas o que ensamble chorizos: lo que cuenta ya es que los puentes, las carreras y los libros, así como las matemáticas y los chorizos, se cambian por Dinero, se cuentan en Dinero. Y así que, los puentes y los chorizos, importarán más o menos, serán diferentes, nada más que en la medida que den más o menos Dinero. Pero entonces el Trabajo ya no tiene ninguna utilidad, el Trabajo se ha convertido en Dinero: si lo que se vende se vende con indistinción de qué cosa sea, y además se vende cualquier cosa ella por Dinero, entonces, todo ello es, a los ojos del Dinero (o Mercado) la misma cosa.

Y así es como en éste régimen nuestro tan poco lustroso el tiempo del Deber se nos ha tornado en tiempo de la mercadería:  el Dinero es Deber y el Deber es Dinero. ¿Y las vacaciones? ¿Qué fue del tiempo de vacaciones? Pues de las vacaciones fue que se convirtieron también en otra mercancía: ahora, tú, trabajando, compras tus vacaciones, te las ganas con el sudor de su frente. Sin embargo, la amarga verdad es que, siempre fueron una mercancía: las vacaciones eran el pago por el tiempo del Deber, y también: el tiempo del Deber era el precio que había que pagar por tener vacaciones.

Podremos pues -nosotros, creyentes- decir que nuestras vacaciones son sagradas, que son por Derecho, pero, a decir verdad, los derechos y obligaciones, siendo cosas que se compran y venden por y para el Dinero, no son sino mercancías. Y es que nosotros no tenemos derechos: a nosotros se nos paga más bien con derechos. Y eso sospecho que comenzó ya con las vacaciones escolares. Porque a los niños, dígase lo que se quiera, pero se les premia por su esfuerzo, se les paga. Y lo que se paga, mal que nos pese, es siempre ya Dinero. Así pues, a nosotros, personas y ciudadanos, nos pagan también con otros muchos derechos así como a los niños les pagan con vacaciones: para que amen y crean en el Dinero.

Y quizá hagamos bien en creer, quizá hacen bien las personas en creer en los derechos así como los niños hacen bien en creer en las vacaciones. Y es que, ¿quién soportaría este trabajo mortecino, sirviente de Dinero, si no fuera porque cree que no es total, si no fuera porque cree que algún día terminará de verdad, o incluso porque le queda algo que no es del todo Dinero, porque le queda algo mínimamente vivo, aunque tan sólo sea un sucedáneo de vida como lo son los derechos, sea un momento (derecho) de consuelo en mitad del trajín, unos instantes apacibles de café entre compañeros de oficina, una semanita de vacaciones en el pueblo de la tía? ¿Cómo podría soportar nadie el Deber y el Trabajo si no creyera que el Deber tiene Fin? Pero el Trabajo... El Trabajo que es por Dinero, ese no tiene Fin.

Sí: también Sísifo se secaba, satisfecho, el sudor de su frente al hacer cumbre, y también disfrutaba un tanto mirándose las maltrechas uñas, ¿pero acaso pensamos que Sísifo sabía que estaba condenado, que su tarea era sin Fin? Si Sísifo hubiera sabido tal cosa, sencillamente hubiera dejado de levantar la piedra. No: Sísifo creía: los dioses lo castigaron haciéndole creer, lo envenenaron con la creencia en un falso trabajo, le hicieron creer que su trabajo era un trabajo útil de verdad y que servía para otra cosa que no fuera mover esa piedra de un lado para otro, que servía, al menos, para terminar al hacer cumbre. Aquél Trabajo, sin embargo, en verdad no servia para nada más que para perpetuarse a sí mismo, era (y sigue hoy día siendo) un Trabajo que no consistía en ninguna otra cosa sino en mover de aquí para allá, una y otra vez, la misma pesada piedra.

¿Hay otro trabajo? Un trabajo útil de verdad no podrá ser ningún Deber, eso es seguro. Y son los niños los que me parece que aún saben bien algo del trabajo útil de verdad. Los niños hacen puentes, fabrican panecillos, corren carreras e investigan cosas, y además, disfrutan. Y así es que quienes mejores puentes construyen son también aquellos que aman los puentes y que disfrutan como niños con ellos. Pero uno se va haciendo adulto, Persona, y aprende que tiene que ocultar ese disfrute, ese placer despreocupado y holgazán. "Esconda usted su disfrute haciéndolo pasar por una mercancía, que es lo único que este mundo, que es en verdad Dinero, tolera y manda". Así, el arquitecto justifica sus puentes haciéndolos rentables. Pero si aún le quedara algo del placer por el buen trabajo, entonces sabrá por lo más bajo que el Dinero en verdad no importa, que lo que importa son los puentes.

¡Ay de los niños como lleguen a banqueros! Estos ya casi no tienen remedio: los banqueros buscan Dinero a través del Dinero, y entonces ya no queda ni un ápice de aquello otro que el Dinero trataba de sustituir. Pero es que, para querer hacer cosas, y para querer hacerlas bien, no se requiere para nada del Deber, el Deber es para el Dinero. A la gente (que algo de eso también les queda a los banqueros), qué se le va a hacer, nos encanta hacer puentes, cocinar panes, montar y desmontar aparatos, contar, leer y escribir historietas, y quién sabe cuantas cosas más. Y gustamos de hacerlo bien. Pero, ¿y el Dinero? Las cosas que compra Dinero, como las vacaciones, no son más que un invento cuya finalidad es la de convencernos de la necesidad de la pena que hay que sufrir para conseguirlas. Es decir: Dinero no sirve a nadie más que al Dinero.

No habría pues días de inútil Trabajo si no hubiera días de vacaciones, ni días de vacaciones si no hubiera días de inútil Trabajo: los días, sin Dinero, son de trabajo y de vacaciones indistintamente: cualquier día es para hacer cosas de verdad.

¡No recicle!

No hay pues que descuidar las torpezas de uno, que más bien es cosa buena hacerles caso, porque son brotes de rebeldía que, lejos de amenazar con la sinrazón, aspiran a ejercerla".

Me gustaría hacer un modesto llamamiento a las gentes de bien para que dejen de reciclar (eso en el caso de que lo hicieran), o para que no quieran empezar con tan penosa tarea en el extraño caso de haberse librado hasta ahora de ella.

Nos han hecho creer que el reciclaje es cosa buena y además responsabilidad de todos. Detrás de esta creencia se esconden sin embargo unos cuantos engaños que, lejos de hacer bien, están muy al contrario al servicio de esconder el mucho mal que se hace a la gente desde la Administración. Para obrar el descubrimiento de estos engaños quisiera en primer lugar prevenirnos del lenguaje que utiliza la Administración para hablar a la gente. Por 'lenguaje de la Administración' me estoy refiriendo al lenguaje que utilizan quienes administran los asuntos públicos o de la gente (y que a fin de cuentas es administración de la gente misma): el de los medios de comunicación, tales como radios, periódicos y televisiones, así como todos esos medios a través de los cuales se sirve la publicidad, como marquesinas de autobús o rótulos en los metros y calles, y en general, todo ese lenguaje que no es el que habla la gente pero que ESTÁ sin embargo allí donde hay gente, allí por donde ella pasa y vive, en sus calles, medios de transporte y casas.

¡El nihilismo está en nuestras escuelas!

... los individuos expedientados, es decir, aquellos cuyos méritos y fracasos han sido cuidadosamente valorados y anotados, poseen ya un denominador común (el expediente numerado), y por lo mismo son considerados unidades racionalizadas, de tal modo que, ahora sí, el mercado laboral pueda poner precio a la calidad de su tiempo"
La escuela y los medios de comunicación juegan sin duda un papel fundamental en la socialización secundaria. Entendemos por socialización secundaria aquel proceso a través del cual, el individuo, formado ya en los valores sociales o políticos vigentes, es puesto a disposición de los medios productivos con el objeto de introducirlo en las relaciones económicas o mercantiles. La escuela, en tanto que formadores de la persona, contribuye al cómputo o racionalización del individuo, de tal modo que éste sea habituado desde muy temprana edad a ser calificado. La calificación tiene en sus orígenes un objetivo doble: la individualización (o racionalización del cuerpo social, que es lo mismo) y la creación del futuro individual, (futuro del que cada individuo no es propietario). Con la calificación se distingue el cuerpo social, se separa, se distingue en individuos, en la medida en que cada individuo es propietario de su propio expediente, y el cuál computa los méritos individuales. No es necesario decir que este modelo de calificación tiene por objetivo el generar, a un nivel muy básico, un primer sentido de la competencia. Por otro lado el expediente sirve para introducirle al individuo un compromiso de futuro, en tanto que sus actos presentes serán decisivos para sus posibilidades de futuro. Así, el individuo va condicionándose individualmente, de tal modo que, si quiere algo bueno para sí, debe cuanto antes aprender a plegarse a las condiciones de futuro que le exigen. Obviamente, el futuro que el expediente de cada individuo condiciona no está diseñado (deseado) por el propio individuo, sino por la autoridad vigente, que de costumbre es el mercado. Los administradores del Estado moderno (gobierno), relacionados y/o dependientes del poder financiero o mercantil, contribuyen a través de normativas y circulares al control de los objetivos formativos de los alumnos con el fin de que éstos cumplan con las futuras demandas del mercado laboral. Así pues, las previsiones del futuro mercado laboral son lo mismo que los intereses futuros del mercado o poder financiero.

Así, los individuos expedientados, es decir, aquellos cuyos méritos y fracasos han sido cuidadosamente valorados y anotados, poseen ya un denominador común (el expediente numerado), y por lo mismo son considerados unidades racionalizadas, de tal modo que, ahora sí, el mercado laboral pueda poner precio a la calidad de su tiempo, o lo que es igual, al tiempo de esfuerzo dedicado a uno u otro trabajo. El saber por tanto, así como el propio individuo, es en la socialización secundaria un mero cómputo o número, y cuyo objetivo no es otro que el de organizar el mercado o las relaciones económicas con la mayor eficacia posible.

Los medios de comunicación por su parte cumplen la inestimable función de reforzar la fe en ese futuro para el que las escuelas preparan, de tal modo que no pueda cada individuo o escolarizado imaginar un futuro diferente.

Formas de la idiotez II (El voto)

una legitimidad arrancada del desconocimiento de las partes legitimadoras (porque a quien legitima se le oculta qué está legitimando) tiene valor nulo, carece de fuerza moral, y por lo mismo no tiene porqué ser respetada por nadie"

     Cada uno de nosotros debe preguntarse cómo es que el voto, siendo, presuntamente, el instrumento de poder del pueblo, es ensalzado y adorado por las clases dirigentes con tanto entusiasmo.

El voto no es, y por más que se nos repita hasta la saciedad, ni orgullo ni garante de la democracia. El voto tampoco es garantía de libertad ninguna. El voto es, en todo caso, un mal necesario. Verán pues: el voto, irrumpe allí donde la urgencia impide prolongar más allá la discusión. Es decir: teniendo en cuenta que las fuerzas políticas rara vez se ponen de acuerdo (si no es para hacer una mera repartición del poder), y ante la imposibilidad de que la discusión se prolongue sin fin (debido a que la actualidad es imperativa, esto es, exige decisiones inminentes), llega un momento en que han de cerrarse los turnos de palabra para dar paso a las votaciones. Así pues, y en primer lugar, el verdadero acto político es la discusión, o más propiamente, el razonamiento público, que es donde las fuerzas pueden argumentar (dar razón de) y por lo mismo convencer a otras fuerzas (entre ellas el público). En segundo lugar, debe entenderse que el razonamiento es por naturaleza interminable, esto es, que no puede esperarse de él que alcance nunca verdad necesaria alguna, esto es, verdad apriorística, o lo que es igual -y en tanto que depende de la constrastación empírica o experimental- que no puede jamás producir verdades que lo sean por principio y que no dependan en última instancia de su posterior contrastación y discusión. Una verdad política por tanto que se quiera incuestionable no es sino el principio mismo del totalitarismo. En tercer y último lugar, y en consecuencia, la votación no es más que un instrumento de urgencia, una herramienta para poder tomar una decisión allí donde no hay propiamente nunca ni suficiencia ni necesariedad, es decir, allí donde la decisión sólo puede tener carácter provisional.

Ahora bien, las oligocracias tienden a pervertir la razón política en favor de una razón privada en la que  se evite a toda costa el razonamiento público (que no es otra cosa que dar, en público, razones comunes, o lo que es igual, razones que aspiran a ser compartidas por cualquiera). La razón pública se sustituye así por una negociación entre bastidores, a puerta cerrada, entre los oligarcas o élite política y el poder financiero o capital. Así pues, cuando vemos aparecer (y si es que aparecen) a los diputados en su Congreso, se habrán dado cuenta de que las decisiones están ya más que tomadas mucho antes de la intervención que cada grupo parlamentario ofrece al público (¡y cómo no se iban pues a aburrir en el congreso si ya está todo decidido!). De tal modo que el razonamiento público ha sido sustituido, en primer lugar, por una negociación previa, fuera de la mirada y los oídos del pueblo, y por tanto de forma que a éste le quedan irremediablemente velados los verdaderos intereses que motivaron las decisiones; y sustituido, en segundo lugar, por una sucesión de discursos públicos en el parlamento meramente informativos, o lo que es igual, propagandísticos.

De este modo se libra la clase política oligárquica de tener que dar razón de sus decisiones, y lo que es más importante: de tener que decidir públicamente, o lo que es igual: de tener que exhibir su proceso deliberativo, de razonar pues a la vista del pueblo y para el pueblo (y que, dicho sea de paso, es el único modo honesto por el que éste podría decidir su voto). 

En conclusión: el voto en una oligocracia (es decir, en una Democracia real, porque esas son las democracias de la realidad), y en tanto que no hay modo de saber qué se está votando, es sencillamente una forma de idiotez: cumple una función legitimadora para un poder ya constituido, y como tal, sirve de pretexto para que la clase política y el capital puedan seguir gobernando de espaldas al pueblo. Así pues, una legitimidad arrancada del desconocimiento de las partes legitimadoras (porque a quien legitima se le oculta qué está legitimando) tiene valor nulo, carece de fuerza moral, y por lo mismo no tiene porqué ser respetada por nadie.

Formas de la idiotez I (la idiotez policial)

     Leo estupefacto lo que ya casi es costumbre entre quienes ostentan más responsabilidad de la aconsejable:  "no hemos hecho nada malo, sólo cumplíamos órdenes". En este caso se trata de unas declaraciones que han hecho miembros de la Ertzaintza al respecto de la muerte ocasionada por el disparo de una pelota de goma. Para ser justo, voy a recordarles lo que una y otra vez -sorprendentemente- peligra de ser olvidado: que cumplir órdenes y hacer el mal nunca fueron, ni son, ni serán, incompatibles.

Este tiempo que nos está dejando morir


... Bruto y César: ¿qué tendría que haber en ese "César"? ¿Porqué ese nombre ha de resonar más que el tuyo? Escríbelos juntos: tu nombre, es igual de bueno: hazlos sonar, le sientan igual a la boca: pésalos, y pesan igual: conjura con ellos, y Bruto atraerá un espíritu tan pronto como César. Ahora, en nombre de todos los dioses juntos, ¿de qué alimento se ha nutrido este César nuestro que se ha vuelto tan grande? Oh época nuestra. estás avergonzada."
       Me he sentado a escribirte porque se me ha encendido la noche y no podía dormir. A veces, se me sobresalta algo en el pecho a altas horas que me saca del sueño y ya no me deja ir a cama. No es que no esté cansado, es más como si el cuerpo se me entusiasmara, sin motivo alguno, y me pide leer o escribir algo. No sabría decirte qué es lo que me ha llevado a buscar en mi biblioteca el Julio César de Shakespeare, de hecho estaba seguro de que no tenía ningún ejemplar de él. Al final lo he encontrado en

El interés por los autores

... es tan profundamente aburrido escuchar tanto Nombre Propio en boca de los pensadores profesionales..."
 Los autores interesan en su justa medida. Los autores, es decir, de los que se dice "abajo firmantes", podrán interesar en todo caso por cuestiones  históricas: porque, una vez declarados muertos son ya objetos históricos propiamente (sólo de lo pasado puede hacerse Historia, no de lo que está pasando ahora, que nunca acaba). O si acaso, por cuestiones de caché salarial: porque no hay propiedad sin propietario y, por lo mismo, no puede haber tampoco mercancía que comprar y vender sin autor. Por lo demás, en lo que respecta a un Tema cualquiera, el autor no interesa para nada, al contrario: interesan no más que los problemas, las razones, las preguntas, los vislumbres... Pero para esa cuestión el "quién" resulta absolutamente indiferente. Es así que es tan profundamente aburrido escuchar tanto Nombre Propio en boca de los pensadores profesionales...